Pocos lugares tendrán tan bellos atractivos como la apacible ribera de San Cristóbal, oculta al sur de la ciudad, tras las huertas de San José, en donde tienen su nido, —entre el agua que sube mansamente por la playa rompiendo sus olas en espumas blancas contra los sillares carcomidos del castillo, y la llanura bañada de sol y sembrada de chumberas, —innumerables familias de pescadores, cuya vida, sencilla, de originales costumbres, no es lo menos que atrae en aquel apacible retiro.
El camino de San Cristóbal deja muy pronto atrás a la ciudad que va desapareciendo entre las palmas y platanales de la vega de San José para surgir de nuevo pintorescamente sobre aquella masa verdosa que forman los platanales y las palmeras entrelazando sus largas hojas. El camino avanza paralelo al mar entre cercados de maizales cuyos paredones ostentan piedras ennegrecidas y mohosas, con inscripciones ininteligibles, y en su base restos de bancos de piedra, entre cañones antiquísimos allí enterrados á guisa de cuñas, descansos que sin duda fueron de antiguos señores mayorazgos, y frailes oidores, en sus paseos por aquel retiro que invita á la silenciosa contemplación de la Naturaleza en calma.
Hay viejos cañones al pie de los tapiales de las huertas, que tienen sus leyendas y su historia. Uno de ellos, condenado boca abajo á eterna inmovilidad, dicen que en un tiempo, haciendo retemblar los torreones de aquella playa silenciosa, vomitó rugiente, lluvia de fuego sobre un barco pirata hundiéndolo en el mar.
A la izquierda del camino vamos dejando los muros blancos del cementerio que baten las olas con murmullos de oración funeraria, por encima de los cuales se asoman las puntas de los cipreses y las cruces de mármol de los panteones, escondiéndose bien pronto, tras las verdes cabelleras de las palmas agrupadas en medio del platanal que corre entre paredones negros y corraladas playa adelante, hasta el castillo de San Cristóbal.
La llanada se presenta entonces á nuestros ojos bañada de sol. La playa de piedrecillas menudas por la que se arrastran las olas con un ruido incesante de risotadas sonoras, se ve cubierta de lanchas y botes de pesca que hunden sus quillas en un lecho de húmedas algas.
Las chumberas abren sus flores amarillas al borde de los salobres charcales donde desaparece el agua de la fuente del santo, entre junqueras resecas por el sol. La ciudad escóndese á lo lejos, tras la verde frondosidad de las huertas de San José. Por los riscos arriba, sube su caserío morisco, en piña, cuya blancura, herida por la luz, deslumbra, y las torres de la Catedral y de la Audiencia recortan sus contornos en el cielo sereno, suavemente azul, donde también dibujan sus hojas las palmeras que se agrupan en torno del cementerio que allá se pierde, entre heredades sembradas de norias y corraladas donde espiguean los maizales tiernos resguardados de las emanaciones salinas que el mar despide por macizos de chumberas y tarahales que corren la larga, entre los peñascales y las olas.
El mar, plácidamente adormecido afuera, se llena de espuma al llegar á la orilla, donde sus olas jugando retosonas á los pies del mohoso torreón de San Cristóbal, ruedan sin descanso por la playa hasta besar las quillas de los barquitos de la pesca, que puestos en fila, á lo largo de ella, se disponen á salir, abriendo sus velas que la brisa despliega empujándoles sobre las ondas azules como una bandada de gaviotas blancas.
Frente á ese mar adormecido; entre las olas que van y vienen cantando amorosas canciones y las montañas que repiten el eco en sus más hondas cañadas, está este retiro encantador, la Playa de los barquitos, marina hermosa de encantos llena, llena de poesía infinita, donde junto á los barquichuelos se agrupan rústicas viviendas entre viejas casonas de arcos gibosos, ennegrecidos paredones que se resquebrajan y barandales de tea que se desmayan con los años, y donde, ignorado casi, vive un pueblo dedicado al trabajo, una tribu ruda, noble, sencilla, entregada á la vida de paz que allí se respira, sin idea de otra civilización que la de la calada del chinchorro que llevan á la playa sobre la barca, repleto de pescado que salta coleando entre sus manos curtidas por la imterperie; sin otros amores que los del mar que les duerme á la caída del sol, con el mismo arrullo que les despierta al asomar la aurora; sin otro amigo que el viejo botecillo que cruza con él les olas en lucha por la vida, á cuyo vaivén se duerme y á cuya sombra oye contar las más estupendas narraciones al anciano pescador; sin otro ídolo que la mujer que cría á sus hijos robustos para el trabajo y le trae del mercado el fruto de la pesca; sin otro pasatiempo que el de contemplar los domingos, jugando á la brisca, bajo las lonas de las velas, á las olas que juegan con los carcomidos sillares del castillo, y sin otra fiesta que la da San Cristóbal, el patrón de aquel arrabal de pescadores, celebrada entre ajijidos de alegría y estallidos de cohetes, entre el rasguear de las guitarras que marcan los compases soñolientos de la isa y la canción que sale de sus pechos vigorosa y fresca, entre las risotadas de las olas y el agudo tintineo de las campanas de la ermita.
Pocas playas tendrán en verano, en todas épocas, los atractivos y los encantos que la de los barquitos, oculta entre las palmas y los platanales de San José, en el apacible golfete que vigila la vieja torre de San Cristóbal, donde los pescadores tienen su nido junto á las olas; su nido de amor, su nido de paz.
José Batllori Lorenzo, escritor y periodista (Gáldar, 1878-Las Palmas de Gran Canaria, 1929)